Sín Título
Se supone que teníamos que representar círculos del Infierno de Dante, este corresponde al Limbo. Hubo incluso una exposición de todos los cortos acá en Toluca, hasta eso todos estaban bastante bien. Respecto a este, se nos perdieron detalles, lo grabamos con 2 pesos y todo eso, pero quedé bastante conforme con el resultado final.
Los créditos están ahí incluídos... aquí pongo el texto que acompañó a éste cortometraje de la autoría de... pues yo mera y por supuesto el link para que vean este intento de cortometraje.
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Sín Título <--- CLICK para ver el cortometraje .
El lugar tan blanco que se asemeja a la nada
El lugar al que asisten los no bautizados cuando su vida acaba, el lugar en donde la infinita tristeza impera, un lugar que no es brutal como el infierno propio, pero que castiga. El Limbo de Dante es ese lugar neutral, no has obrado mal pero no fuiste reconocido ante los ojos de Dios, ese fue tu único error y caes en el Limbo como caer en medio de un puñado de nada que huele a tristeza.
Cómo acercarse tanto a algo que es inalcanzable, de tal modo que se pueda ver claramente ese paraje desolador con claridad, sólo amalgamando elementos prácticos y cotidianos, y de pronto te encuentras rodeado, envuelto y sofocado por blancura y tristeza, de pronto puedes estar en el Limbo, como espectador inerte, como testigo ajeno.
Tomamos prestado al niño como símbolo de inocencia, un símbolo que cualquiera puede entender y pese a su universalidad, sigue desprendiendo poderosas emociones: la mirada de un niño, tan cristalina como agua contenida en una pila bautismal, la sonrisa de un niño, tan radiante y luminosa que nos ciega en belleza. El niño es inocencia por defecto.
Un cielo sin nubes, opalino y simple, juega el papel de ambiente blanco, neutro, estático, en donde uno puede pasar el resto de su vida sin mirar más allá de ese cielo y desquebrajarse en tristeza.
Los árboles carcomidos por el tiempo, el valle solitario y que pertenece al olvido, la hierba reseca que sirve de cama a un inocente, sirve de lecho para el que se marcha, todo, conjunto, es más bien un paisaje poco alentador, poco entusiasta, poco feliz.
El arma blanca es primitiva, simple, no se necesita ser un genio para usarla, no se necesita más que la fuerza intrínseca humana, no se necesita más que un arranque para poder manchar su hoja. Sin embargo, la sangre no brota ni se desparrama, ni siquiera hay indicios de que hubo un crimen imperdonable, porque la sangre salpicaría nuestra neutralidad, tornándola carmesí cuando debe mantenerse entera y eternamente blanca.
El hombre sin rostro es cualquier hombre, cualquiera que cae en la tentación y en pecado, cualquiera de nosotros es vulnerable a entrar y nunca poder salir. El hombre que lo hace y, aunque después se arrepienta, no puede borrar huellas que ya marcó. En un desesperado, mas mesurado, movimiento se atreve a cubrir su horrorosa acción para no ver más el rostro, inocente y falto de vida, de la víctima de su naturaleza, la naturaleza humana.
Un simple manto blanco, viejo y común, tapa de momento la crueldad que ante los ojos del hombre aparece, la tapa ante sus ojos pero no logra sacar la imagen de su cabeza. Un simple manto, uno que vestimos cuando nos bañan en agua ante Cristo crucificado y su eterna imagen martirizada, ese manto, el que se viste en el bautizo, tapa o quiere tapar, el pecado original, el hombre, imitando lo básico, intenta tapar su propio pecado con una tela de blancura nívea.
Sin embargo, el cuerpo yace, sin vida, sin moverse, la luz se ha escapado de sus ojos, el hombre contempla un bulto blanco que no se va como si con sólo desearlo fuera a obedecerlo.
Y el blanco permanece. El blanco en el cielo, el blanco en el manto del niño, el blanco en el arma, el blanco ante nosotros. Todo es tristemente blanco.
Imagina pasear en medio de las almas albergadas y cansadas en el Limbo, tan abrumadoramente estático, tan inmensamente deprecado, sin nada por qué esperar ni ningún lugar al cual acudir, simplemente se es y se está, nada más, los huesos se congelan de tristeza y te desesperas al no poder llorar mientras miras aquel lugar tan blanco que se asemeja a la nada.
Mientras un vals distorsionado y enfermo sin idioma se mece, se expande y se erige soberbio, con voces irreconocibles, con compases pausados, con el alma congelada. La melodía de la muerte es la muerte blanca, la del sin sentido, la del idioma sin traducción, la de la inocencia aniquilada, la de monjes islandeses que dan el llamado para que acudamos, sombríos y cansados, a su iglesia de hielo, la de la Rosa de la Victoria (Sigur Rós), la de la letanía glaciar y blanca, la del cielo color ostión, la que enmarca lo imperdonable, y que es brutalmente hermosa en su melancolía.
Un título para el que no puede tener título, que debe mantenerse anónimo para conservar su neutralidad. “Sin Título” es el título, que nos llega por antonomasia.
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